—¡Un!, ¡deux!, ¡trois!
Los duelistas levantaron el brazo apuntando a su contrincante, ofreciendo el máximo perfil a su oponente, para dificultar el blanco.
Dos fogonazos blancos brotaron del pedernal de las Harper, seguidos de unos silbidos.
Los dos hombres quedaron de pie, impasibles, esperando cada uno, ver caer al otro.
Coincidí con Florián, en la fiesta que oficiaba la condesa de Ségur, en su residencia de París. La condesa de origen ruso era una persona letrada y culta. Sus fiestas no eran especialmente divertidas. En ellas se reunía lo más granado de la sociedad, relativo al mundo de las artes. Escritores, pintores y músicos daban rienda suelta a disquisiciones imposibles, y a una elevada ostentación de sus propias vanidades.
—¡Me alegro de veros Pascal!
—Lo mismo digo Florián, no esperaba veros en este evento, no es del tipo que soléis frecuentar.
—Amigo mío, a veces hay que alimentar el alma también —contestó con una sarcástica sonrisa—la verdad es que me viene bien veros, es bastante probable que en las próximas horas necesite de vos.
—Por supuesto, ¿en qué puedo ayudaros?
—Mucho me temo que necesitaré que ejerzáis de padrino, otra vez.
—¡Por el amor de dios!,¿en qué lio os habéis metido ahora? —pregunté con desazón.
—Esta tarde he visitado a una dama, y al salir de su residencia me temo que he sido observado por ojos indiscretos. Y lo que es peor, por ojos vengativos.
—Florián, no podéis seguir haciendo esto, un día os van a matar.
—¿No puedo hacer qué?, ¿vivir?, amigo mío, cuando llegue mi hora, no me iré habiéndome mojado los labios con la vida. Cuando la parca venga a visitarme estaré ebrio; de amor, de alegría, de felicidad. No ha de encontrarme de otro modo —me dijo con los ojos brillándole, ensartándome la más sincera de sus sonrisas.
Después de escuchar recitar a la condesa varios poemas y recibir de todos los invitados los más fervorosos halagos, al fondo de la sala, se originó un pequeño alboroto. Como había vaticinado Florián, acababan de cruzarle un guante en la cara, emplazándole al alba, para saldar su ofensa.
El agraviado era Marcel Lefebvre. El escarceo amoroso de mi amigo había sido descubierto. Lo que no puedo precisar es si Lefebvre venía a restituir la respetabilidad de su hija o la de su mujer, o conociendo a Florián quizás la de ambas.
Marcel era un hombre de negocios muy respetado, a principios de siglo empezó a importar algodón. Acumuló un gran patrimonio, y ahora se había convertido gracias al buen gusto de su esposa, en el proveedor de los mejores tejidos de la alta sociedad parisina.
No recuerdo en qué momento contraje el compromiso de apadrinar a mi insensato amigo Florián Dumont. Lo cierto es que se estaba convirtiendo en un cometido demasiado reiterado.
Con las primeras luces del día, una afilada llovizna removía una partitura de olores en los jardines de las Tullerías. Lugar señalado para el duelo.
Lefebvre aguardaba junto a su carruaje, le acompañaba su padrino y el médico, lo que indicaba que no sería un duelo de «satisfacción» precisamente.
Mi amigo, como siempre, llegaba tarde, eso exasperaba aún más a su contrincante.
En ese instante se oyeron unos cascos de caballo, me giré y sobre una preciosa yegua árabe cobriza, se erguía sonriente Florián. Descabalgó de un salto y haciendo una inclinación hacia el caballero duelista se dirigió a él en tono distinguido.
—Perdón por el retraso caballero, pero tenía que despedirme de una persona —dijo, sonriendo maliciosamente—. Concédame unos instantes por favor, enseguida saldamos nuestras deudas.
—¡No habéis dormido!, en verdad parece que buscáis la muerte —dije malhumorado— ¿merece la pena?
—Ya lo creo, sin duda amigo Pascal —me dijo, ofreciéndome un gesto de disculpa arqueando las cejas, y subiendo sus hombros—¿Habéis traído las pistolas?
—Sí, naturalmente
—Pues acabemos con esto cuanto antes, aún no he desayunado —me dijo mientras me palmeaba sutilmente el hombro.
—Señores, aquí tenemos unas viejas conocidas de algunos de ustedes, dos pistolas Harper Ferry, provenientes del mismísimo estado de Virginia, en Los Estados Unidos.
» El caballero Armand Dubois como padrino de Marcel Lefebvre, y un servidor Pascal Laurent, como padrino de Florián Dumont, procedemos a la carga y verificación de ambas armas. Estas se asignarán por sorteo. El duelo puede ser: de satisfacción con lo que ambos caballeros efectuarían sus disparos al aire, a primera sangre o a muerte. ¿Qué eligen los caballeros?
—¡A muerte! —casi aulló Lefebvre.
—¡Sea! —contestó Florián.
—El disparo nunca se efectuará antes de que finalice la cuenta a tres, que yo mismo exclamaré. De fallar ambos el disparo se procederá a un segundo disparo y si fuese necesario, un tercero. En este punto si ambos siguen en pie, se dan por saldadas todas las ofensas y el duelo finaliza.
» Partiendo espalda contra espalda, los duelistas avanzaran en dirección opuesta diez pasos cada uno, girando en ese momento y acomodando sus posiciones, hasta el final de la cuenta. Momento en el que podrán efectuar sus disparos cuando lo estimen oportuno. ¡Caballeros, procedamos!
Lefebvre, vestido un poco a la antigua, se despojó de su casaca, quedándose con la chupa puesta y calzones en la parte baja, rematado por unos botines cortos con grandes hebillas centrales.
Florián más influenciado por la moda británica, se quitó su entallada levita negra, que dejaba al aire una casulla blanca, tapada por chaleco a juego con la levita, pantalón ceñido blanco y botas altas.
En el punto central, ambos contendientes de espaldas entre sí comenzaron a transitar diez interminables pasos. Alcanzaron el fin del trayecto y se giraron.
Los dos hombres se mantenían en pie tras la primera descarga. Marcel se palpaba nervioso todo el cuerpo tratando de corroborar que no tenía ninguna herida. Florián me miraba como un niño cuando ha cometido una travesura. Sin duda había errado el disparo a conciencia.
El ruido de un carruaje acercándose a gran velocidad desvío la atención de todos los presentes.
Se abrió la puerta y descendió por el pescante Henri Gisquet, prefecto de la policía de París, que tras dirigir una mirada de reproche a Florián dijo en voz alta y atronadora.
—¡Caballeros, esto ha terminado!
—Pero…, —balbuceó Lefebvre.
—¡No hay peros que valgan, caballeros!, les ordeno que se marchen inmediatamente. Una turba de republicanos atraviesa ahora mismo el Puente de Austerlitz y se dirige hacia aquí, hacia el palacio, para acabar con el rey. El ejército y la guardia nacional están en camino. Esto se va a convertir en un matadero en muy poco tiempo —prosiguió, mirando a Florián—Veo que el ofensor y el ofendido han encontrado satisfacción ya que el duelo se ha efectuado, no resultando nadie herido. Queda por tanto restituido el honor de ambas partes, doy fe de este hecho en nombre de la autoridad que represento. Caballeros, váyanse y pónganse a salvo ustedes y sus familias, las próximas horas van a ser bastante difíciles, no es necesario añadirles más contrariedades.
—Si el señor Lefebvre, está de acuerdo, por mi parte está todo saldado.
Marcel había oído silbar junto a él, el plomo, y no le pareció una mala salida la que había propuesto el prefecto de la policía. Tampoco le hacía gracia la posibilidad de dejar a su esposa viuda en medio de una revuelta popular, donde se infringían todo tipo de tropelías sobre los ciudadanos de clase media.
—De acuerdo, estamos en paz, espero que para siempre —dijo mirando fijamente a Florián, tensando el instante.
El prefecto Gisquet, viejo conocido de la familia Dumont, dio varias palmadas rompiendo el silencio y el rígido momento.
—Caballeros estamos perdiendo un tiempo precioso —Dando por cerrado el asunto y la conversación—busquen un lugar seguro y desaparezcan ya.
Aquella mañana nadie murió en el duelo. Si hubo muertos en los jardines aledaños al Palacio de las Tullerías donde se encontraba el rey Luis Felipe I. Más de doscientos entre uno y otro bando.
Ese fue el día que le dije a Florián que jamás volvería a servirle como padrino.